¡Renuncio! La palabra que cambiará el sistema laboral

El sistema que define la mayor parte de las relaciones de trabajo en el planeta cambiará cuando se recupere el valor de la premisa YO RENUNCIO.

Hasta el momento, la “regulación” del mercado de trabajo está comandada por disposiciones del “supra sistema” (la autoridad llamada para el efecto) y por la discreción del empleador. El trabajador, el empleado, el profesional, es agente pasivo en la ecuación.

Por una parte, autoridades provistas de algún tipo de conocimiento “iluminado” establecen reglas de juego. Por otra, los empleadores aplican sus intereses lógicos para determinar el carácter de las relaciones laborales. Y al medio de esta dinámica, un ejército de especialistas propone “optimizaciones” al sistema.

El profesional observa el desenvolvimiento de estos eventos con pasividad. Espera que la autoridad establezca reglas “justas”. Que el empleador reconozca la importancia de los aportes y que el especialista ayude a mejorar las condiciones de la dinámica laboral. Un sistema fundamentado en el asistencialismo y el paternalismo.

Al profesional le cuesta reconocer que en esencia el poder para determinar el carácter de las relaciones laborales se encuentra en sus manos. Que es él, quien en última instancia, puede establecer el cauce de las cosas. Que hacen falta sólo dos palabras para que este circuito se vuelva virtuoso: yo renuncio.

Si las reglas del  juego establecidas para el mercado laboral no se ajustan básicamente a los intereses personales o profesionales: “yo renuncio”. Igualmente si el empleador carece de capacidad para reconocer el aporte que representa el trabajo. Y también si las políticas en la administración de los Recursos Humanos no se ajustan a las expectativas.

La renuncia es carta definitiva para condicionar el carácter de las relaciones en el trabajo y la forma que adopte el sistema. Una carta que se encuentra en manos de todas las personas que trabajan.

La renuncia es también un indicador de la medida de valor que cada profesional se asigna. No solo en términos de su capacidad técnica, conocimientos o experiencia, también de la estatura que tiene como persona. De la actitud que sostiene ante la vida y la “madera” con la que está hecho.

El profesional que reconoce el valor que tiene, espera que éste sea igualmente considerado en el mercado. Y cuando ello no sucede por una u otra causa, renuncia.

No espera que alguien interponga buena voluntad para que el reconocimiento se produzca, o que ello se efectivice por  lo que disponga una norma. Es él, y solo él, quien custodia y efectúa la representación de su valor.

La clave del asunto está, precisamente, en conocer y reconocer la propia valía. En el conocimiento se encuentra la construcción específica del valor, puesto que éste debe desarrollarse a lo largo de la vida. Y en el reconocimiento la actitud para hacer prevalecer ése valor ante las circunstancias y los demás.

Todos los seres humanos llegan a este mundo con dones, destrezas y habilidades incomparables. Pero ellas no alcanzan valor si finalmente no son cultivadas, desarrolladas y aplicadas.

Al individuo le corresponde construir éste valor por medio del conocimiento, la experiencia y todo camino que  conduzca al aprendizaje profundo y sostenido. En cuanto ése conocimiento se distingue del que poseen los demás, aumenta el valor profesional.

El valor profesional está sustentado en la capacidad de producción que tiene una persona. En la posibilidad de “hacer algo” que el resto de la gente reconozca como “valioso” y por lo que esté dispuesta a pagar un precio.

Es la capacidad de producción la que acompaña al profesional en la trayectoria económica. Es aquello que “sabe hacer” lo que constituye su soporte y sustento de vida.

Para ganarse “el pan de cada día” el profesional no depende de un empleo, de un contrato de trabajo o de su Negocio. En realidad depende de su capacidad de producción y el valor que ésta representa.

Algún momento el empleo deja de existir, el contrato de trabajo concluye, o el Negocio fracasa, pero ello no afecta indefinidamente sus intereses porque su capacidad de producción permanece con él, intacta.

No se trata, por lo tanto, solo de extremar esfuerzos por conseguir o mantener un buen empleo, un contrato o un Negocio. Se trata de mantener una capacidad de producción incomparable en el mercado. Dado que mientras ésta exista todo lo demás queda garantizado.

La capacidad de producción es un activo. En tanto que el empleo, el contrato o el negocio, son solamente recursos circunstanciales.

Cuando los profesionales no tienen una capacidad de producción distinguida, su valor es menor en el mercado. Al punto que éste puede quedar determinado por los demás, y dejar de ser, por ello, un atributo personal. Esto es particularmente agudo en el caso del empleo. Cuando el profesional resigna la medida de su valor, es el empleador quien lo toma y lo precia a su estricta discreción. Si esto se sostiene en el tiempo, entonces ése valor, asignado por otros, concluye por ser el valor final.

Esa es moneda corriente en el sistema laboral en todas partes del mundo. Profesionales cuya valía queda asignada por otros.

Son muchas las causas para esto:

1.- La concepción del valor profesional no es un tema que reciba trato enfático por parte de las personas. La idea de la capacidad de producción personal queda implícita, pero no expuesta.

2.- La construcción del valor profesional habitualmente se fundamenta en parámetros ortodoxos de educación. La mayoría de ellos heredados de la costumbre y tradición. Familias que fomentan casi de manera automática la titulación de abogados, médicos, ingenieros y licenciados. Haciendo abstracción de talentos, dones y disposiciones personales.

3.- El culto al empleo como la forma fundamental de generación de sustento. Postergando el universo de opciones que tiene el profesional de valor para llegar al mismo objetivo.

4.- La concepción “nefasta” (aquí aplica el término), de que la vida es un “valle de penas” que es menester atravesar “lo mejor que se pueda”. Que todo logro se resume en la cantidad de “sangre, sudor y lágrimas” que se aplique en la tarea. El desconocimiento del contento, la satisfacción, la alegría y la felicidad a la que todo hombre tiene derecho.

Contaba John Lennon que en su colegio le preguntaron qué quería ser cuando fuese mayor. Y el respondió: “quisiera ser feliz”. El profesor le dijo que probablemente no entendía la pregunta. Y Lennon respondió que posiblemente era él quien no entendía la vida.

5.- El culto al trabajo esforzado, sacrificado, intenso y desgastante. Existe la idea que mejor trabaja quién más esfuerzo hace, sacrifica más horas o deja el alma en la tarea. Esto es un desconocimiento absurdo de lo que significa productividad y un revés a la forma en que debe construirse la capacidad de producción. El sistema desconoce metódicamente que el mejor trabajo es aquel que obtiene los mejores resultados con la inversión del menor esfuerzo.

6.- Ignorar los dones y aptitudes naturales con las que cada persona llega a este mundo y sobre las cuales debería, en todo caso, construir su capacidad de producción y valor profesional. No existe base más sólida para desarrollar conocimientos distinguidos que contribuyan en calidad, aporten al básico contentamiento y a la persecución de la felicidad. No existe mejor trabajo que aquél que se hace con gusto y alegría.

Por otra parte, el profesional no puede limitarse a conocer la forma de construir su valía. Es necesario que simultáneamente RECONOZCA que la tiene y así la aplique y cotice en el medio.

Este es un tema de ACTITUD. De nada sirve que efectivamente el valor exista si alrededor de éste no gravita el comportamiento personal en el mercado y en la vida.

El profesional de valor “impone” condiciones para que se reconozcan sus aportes.

Si el valor no es reconocido aplica el “yo renuncio”. Sin que en ello medie una pizca de soberbia o irresponsabilidad. Simplemente como consecuencia lógica del “precio” que tienen las cosas. Y por supuesto sin ningún temor. Porque la garantía del sustento radica en la capacidad de producción. Esta es la actitud que debe acompañar al conocimiento, porque en caso contrario concluye por convertirse en simple erudición.

El profesional de valor tampoco precisa “representantes”. Tengan estos la forma de disposiciones formales, especialistas de Recusos Humanos o Sindicatos. El profesional de valor tiene en sus manos el recurso primero, último y de mayor poder para resolver cualquier situación que no desea o que no le conviene: yo renuncio.

Empleadores, jefes y empresarios reconocen claramente al profesional de valor y toman la iniciativa para retenerlo, mantenerlo, disputarlo. Y si no lo hacen, peor para ellos. El profesional de valor sale por mejor camino con su capacidad de producción como equipaje.

Toda preocupación y esfuerzo por construir “ambientes agradables de trabajo”, conseguir el reconocimiento justo, establecer políticas que aumenten la productividad, formar una “Gerencia de la Felicidad” que viabilice (por prescripción) el bienestar en el trabajo, etc., no son de importancia para el profesional de valor. Puesto que él trabaja por sí y para sí en todas ésas condiciones.

Un mundo diferente le espera a la productividad en general cuando se reconozca  que la tarea primordial se encuentra en el fomento de la construcción personal y profesional de valor.

Cuando se entienda que la modificación y la solución de los problemas del sistema no puede partir de las disposiciones colectivas sino del cambio del individuo. El momento que se comprenda que cualquier tipo de “estructura” destinada al bienestar social (el Estado de Bienestar, por ejemplo), sólo puede tener sustento en el rendimiento y la productividad individual, dinamizada por criterios de excelencia personal, y no por disposiciones que emanen de lejanas e ignorantes estructuras de poder.

Las empresas se volverán mucho más eficientes cuando trabajen con cuadros profesionales que interpongan un “yo renuncio” ante condiciones que no les sean favorables.

Los jefes serán mejores jefes cuando aquellos que dirijan tengan el “yo renuncio” como medida práctica de evaluación de sus funciones.

Los departamentos de Recursos Humanos podrán, finalmente, enfocarse en coadyuvar al desarrollo del valor en los individuos y dejar las prácticas asistencialistas y paternalistas. Cuando el “yo renuncio” deje de ser una probabilidad remota, las organizaciones tendrán que hacer un trabajo fino para mantener a sus cuadros. Y los especialistas en Recursos Humanos tendrán dejarán ésas prácticas de gobierno que parecen más apropiadas para el ordenamiento de una guardería de niños que para el gobierno de profesionales.

El “yo renuncio” es, finalmente, una forma de quererse a uno mismo. De reconocerse como persona de valor. De confiar en la capacidad propia y entender lo que John Lennon sabía desde niño.

Twitter: @NavaCondarco

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